28 de diciembre de 2012

Un final de fiesta con rotonda y moraleja

Al aproximarnos a la rotonda confirmé que la alteración en La Fuerza que había sentido, se debía a la presencia de ellos: una pareja de señores con bigote vestidos de verde que movían arriba y abajo un sable laser de bolsillo y de color calipo de lima-limón.
"Maldita sea", pensé, "esa última copa de cava me va a salir muy cara".
Y recordé a mi cuñado, al gilipollas de mi cuñado, llenándome la copa hasta el borde, "venga, hombre, si por una copa no pasa nada... anda que no he cogido yo el coche veces más pedo que Alfredo...". Inicié una explicación mental: "hombre, si no es por la multa, es por la seguridad, por la mía y por la de los demás, que coger un coche es un acto de responsabilidad", que rápidamente deseché. ¿Para qué explicarle al cenutrio de mi cuñado que, cuando se conduce, no se bebe? Mi cuñado escucha a Jiménez Losantos (y lo que es peor, se cree todo lo que dice) y vota religiosamente al PP: su intelecto es similar al de un pólipo en celo. ¿Cómo es posible que su voto valga lo mismo que, por ejemplo, el del profesor Vicenç Navarro? Interesante, sí, pero no hay tiempo hoy para este debate: la rotonda está muy cerca.

Y mientras tanto, saliendo del hiperespeacio, en el asiento de al lado del Air Force One, mi señora, ajena a la proximidad de los malos, liándose un porro... ¡joder, tía! ¡Un porro! ¿Ahora? Entre mi barba, el pañuelo palestino que se asoma lascivamente por el cuello de mi abrigo, la copa de cava, Extremoduro en la radio, y mi señora con la droga en la mano, nos van a llevar directamente a la Estrella de la Muerte.
Todas las películas sobre cárceles pasan por mi mente. El jabón, las duchas, los túneles, deshacerse de la arena... lo siento, pero no valgo para eso. Seguro que a las dos horas de haber ingresado en prisión ya sería la puta de algún recluso. Sudor frío recorriéndome la espalda.
Y de pronto, una voz interrumpe mis pensamientos. Es una voz familiar, que habla desde la lejanía. ¿Obi Wan me habla desde el más allá? ¿Debo confiar en La Fuerza, cerrar los ojos y cruzar la rotonda con la seguridad de Camps juzgado por un jurado popular?
Ah, no, es mi madre, desde el asiento trasero.

"¿Qué dices, mamá?", pregunto.
"Que ahí delante está la Guardia Civil", me dice.
"No jodas", esto lo pienso, pero no lo digo. "Anda, es verdad", esto sí lo digo, aunque como siempre, parezco gilipollas al decirlo, como si no tuviera ojos en la cara.
"Pues ya verás como te paren", me amenaza, dándome con el dedo en el hombro.
"Uy, verás qué risa, porque voy a sacar nota", le digo.
"Si hubieras hecho caso a tu cuñado y hubieras ido por el centro", aconseja, martilleando con el dedito.
"Sí, mamá, mi cuñado es que, además de gilipollas, es muy listo y todo lo sabe", respondo.
"Uy, pues a él no le han puesto nunca multas por beber", continúa, a lo suyo, castigando el tobillo, como la Madre Gattuso que es.
"No, mamá, por beber no le han puesto ninguna, pero por conducir borracho, tiene una buena colección...", respondo.
"Si te paran, lo puedo llevar yo", se ofrece.
"No, que tú también vas fina, que con la excusa de que el vino estaba muy fresquito, te has ventilado la botella tú sola y vas como Massiel", pienso, pero no hablo, claro, no hay huevos a decir eso. "Bueno, ya veremos", digo, en vez de lo anterior.

Y es que me ha venido a la mente la imagen de los malos abriendo el bolso de mi madre, que es una yonki, de farmacia, pero yonki al fin y al cabo. Y lo siguiente que he visto ha sido un vídeo de esos que aparecen en los telediarios, en los que se ven los materiales incautados, expuestos en una mesa. Con la cantidad de medicinas que lleva mi madre en el bolso, bolso que tiene el tamaño de Burundi, nos cae la perpetua.
Le arriman el pastor alemán al bolso y el pobre perro se desmaya, fijo.
Y la rotonda ahí, a tiro de piedra, y yo con la culpabilidad reflejada en la cara.
Que según me den las buenas tardes me voy a derrumbar, que me conozco, voy a sacar las manos por la ventanilla gimoteando, "me entrego, señor agente, que no puedo más", que yo no valgo para delincuente, que con 15 años y una cinta de los Maiden en el bolsillo interior de la chupa de cuero lo pasaba fatal cuando salía del Simago (sí, sí, del Simago, es que soy muy mayor... y si tú lo conoces, querido lector, también eres muy mayor, que lo sepas) y el de seguridad me miraba porque sí, porque un chaval con el pelo largo siempre va a ser sospechoso (no como los que llevan traje, que nunca roban), no porque me hubiera visto coger la cinta en sí, pero yo sufría mucho, sabiendo que mis días como delincuente terminaron nada más empezar.

Y de repente, cuando todo parece perdido y yo ya me veo pidiéndole a mi compañero de celda, mi chulazo, que me lo haga con cariño, un bemeuve me adelanta a toda hostia e irrumpe en la rotonda, de los que saben lo que quieren y por eso no usan los intermitentes, en el medio de la pista, vamos, vamos, que me lo quitan de las manos.
Los del sable laser, claro, se lanzaron a por él; cincuentón, buen traje, hola, buenas, hágame el favor de soplar aquí, que le va a gustar; acompañante enfundada en la piel de algún caro (y escaso) animal exótico, tres toneladas de laca en el pelo, de la misma edad, prototipos de esa Marca España que tanto hace por este país.
"Vaya potra, colega", pensé, mientras salía de la rotonda y dejaba a los malos entretenidos con el del bemeuve.
Y mi señora, que es así de aplicada, ajena al fin del mundo, seguía con sus trabajos manuales, terminando de liar el porro.
Y mi madre detrás, con el dedito en mi hombro, a lo suyo, hablándome de la hija mayor de su amiga Puri, que no veas qué disgustazo les ha dado, porque resulta...
Ahora entiendo al camarero del bar en el que estuve tomando cañas con los amigos la pasada semana, cuando nos preguntó si las fiestas las íbamos a pasar bien o con la familia.

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