24 de julio de 2012

Preguntas inocentes

Desde hace unas semanas, cada vez que accedo a la cuenta de correo gratuita que tengo, me piden que introduzca datos de contacto: teléfono, dirección de correo electrónico alternativa, etc.
Supuestamente, es para mi seguridad, por si alguna vez pierdo las claves de acceso y entonces, el secreto de la felicidad eterna, que yo guardo celosamente en la bandeja de entrada de mi cuenta de correo gratuita, se perdería para siempre.
¿Es cierto que estas preguntas y la obtención de cierta información personal van encaminadas a nuestra propia seguridad?
Por supuesto que no.

La información siempre ha significado poder. Y no pensemos sólo en poder político sino, sobre todo, en poder económico. Durante las guerras napoleónicas, un comerciante inglés, Nathan Rothschild, se lucró de manera indecente gracias a la obtención de información privilegiada sobre el desarrollo de la batalla de Waterloo.
Es ese tipo de información la que interesa, la que puede proporcionar beneficios. Pasta gansa.
¿Y de qué manera se obtienen beneficios en el sistema capitalista en el que malvivimos? Vendiendo. Y para vender más, surgió la publicidad, que estudia, entre otras cosas, los hábitos de consumo de los potenciales clientes.

Hasta mediados del siglo XX, el canal principal para el comercio a distancia era la venta por catálogo. En Estados Unidos se revisaban las basuras de los hogares para obtener información de consumo. Si en la bolsa de basura se encontraban paquetes de cereales, por ejemplo, la persona en cuestión recibía en su buzón, como por arte de magia, cupones de descuento para comprar Kellog's. ¿En tu basura hay pañales, latas de refresco o envoltorios de chocolatinas? A la semana siguiente los cupones correspondientes se reproducirán en tu buzón como conejos.
Después llegó la televisión, en la que la publicidad era interrumpida, de vez en cuando, por programas o películas. Las ventas de productos, necesarios o no, se dispararon. Los publicistas se frotaban las manos: este filón es inagotable.

Años después, nace internet y llega la posibilidad de obtener información cada vez más personalizada: qué te interesa, qué páginas visitas, cuánto tiempo dedicas a cada cosa. La criatura se llama spam.
La idea es buena, pero no es útil. Hay que afinar un poco y aquí llegan las cookies. Si consultáis el catálogo de libros de Pérez-Galdós en la página de La Casa del Libro, por ejemplo, vuestra cuenta de correo gratuito se llenará de banners laterales en los que os ofrecen los Episodios Nacionales. Impresionante, ¿verdad? Good enough for them, eso son las cookies.

Sin embargo, nunca es suficiente para el sistema capitalista, por lo que se va más allá y se inventan los smart phones, centros de ocio portátiles que permiten consumir (que es lo importante) en cualquier parte del mundo. Ah, sí, y también se pueden usar para hablar.
Consume información, consume ocio, consume canciones, consume vídeos, consume libros, consume lo que te dé la gana; da igual lo que consumas, mientras consumas.
Añadamos a todo esto las redes sociales en las que se proporciona información de manera voluntaria; en Facebook, por ejemplo, te piden que digas qué te gusta para que la publicidad sea más eficaz. Y lo grande del caso es que la mayor parte de la gente proporciona esa información porque así, la experiencia es más real.

El futuro que nos espera es muy similar al que presentaban en Minority Report, en la que los escaparates ofrecían productos en función de quién pasara por delante.
Cuando nos encontremos allí, en el futuro, y no podamos dar un paso sin que nos intenten vender algo, nos preguntaremos cómo es posible que hayamos llegado a esa situación tan agobiante.
Hoy es el momento de luchar contra ello: no facilites información sobre tus hábitos de consumo.

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