5 de junio de 2012

Dos de ellos

Conozco a un tipo que, hasta hace unos meses, alardeaba de las conquistas que realizaba. Rubia por aquí, morena por allá, cada semana una batallita, insaciable el muchacho. No es que tenga ya, a estas alturas de mi película, muchos puntos en común con gente así pero, no sé por qué, cuando me cruzo con ellos en el baño, me cuentan su vida como si fuera uno de ellos.
La semana pasada conquisté Lituania, ayer triunfé en Francia y la próxima semana me desplazo a Italia. "Por los museos, claro", ironicé. "¡Más bien por los monumentos!", me dijo sonriente, mientras maltrataba mis costillas con sus puños, en una especie (supongo) de muestra de afecto entre súper machos. "¡Pero por los que tienen tetas!", matizó alejándose.
Claro, hijo, tú tranquilo, que nadie espera encontrarte contemplando el David. Casi 30 años de niñato y ahí le tenéis, con el gimnasio, los culos y las tetas presentes en su cabecita a diario. Y nada más, que estas cabecitas no tienen mucha capacidad.

Conozco a otro tipo, mucho más joven que éste, con sus piernas depiladas, sus camisetas ajustadas, y su peinado imitando al de los futbolistas. Este chaval, también obsesionado con el físico, hasta hace unos meses, se arrimaba a toda mujer que osara adentrarse por sus dominios. Como si estuviera en un celo permanente, oye. Golpearse el pecho era lo único que le faltaba para distinguirse como macho dominante de la manada; bueno, de la oficina, que para este caso, lo mismo es.
"Tío, ¿has visto qué tetas tiene ésa? ¿Y el culo de aquélla?", me preguntaba, siempre que nos cruzábamos por los pasillos. "¿Dónde? ¿Cuándo?", respondía yo, pues la mayor parte de las veces no me entero de estas cosas. "Es que no estás a lo que estás, ¡que te estás amariconando!", se reía el macho en celo, trabajándome el entrecot con los nudillos. Hay que ver lo que les gusta dar hostias en la zona hepática; parece que les suba la testosterona cada vez que golpean a algún incauto.

Hoy, meses despues, el primero de ellos tiene dos sillitas para bebé en el asiento trasero de su coche. La última tía buena ("buena, no, tío, buenísima") a la que conquistó venía con dos niños bajo el brazo. "Yo también me he echado novia", me decía la semana pasada, esta vez sin maltratarme las costillas. "No, tío, no te has echado novia: te has echado familia", le dije, palmeándole la espalda para ayudarle a pasar el trago. Apesadumbrado, con la cabeza gacha, siguió su camino.
Al doblar la esquina del pasillo me encontré con el segundo de ellos. Tres de las mujeres a las que les había alabado el culo y las tetas le han comunicado, en menos de tres días, que querrían formalizar su relación. Hablar, aparte de follar; darse la mano, pasear, compartir la vida, enamorarse poco a poco. Mariconadas, en una palabra. El chaval caminaba con los hombros hundidos, totalmente abatido, como si le hubieran comunicado que su dormitorio acababa de ser elegido como cementerio nuclear. Le di una palmadita en la zona lumbar, vamos, campeón, que tú puedes con todo.

¿Es la inmadurez una de las grandes enfermedades de esta sociedad? A la vista de estos dos ejemplos, parece que sí. Y a la vista de lo que camina por nuestras calles, carne hinchada artificialmente y embutida en tela, esa enfermedad se agrava por la estupidez que, cada vez más extendida, se convierte en la seña de identidad de la sociedad occidental.

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