8 de enero de 2012

Esto es África

Cuando el despertador suena, me obligo a levantarme; pese a estar de vacaciones, quiero madrugar. Son las fiestas del pueblo en el que nos encontramos y, aparte de las orquestas y los petardos, lo tradicional es soltar toros que recorran las calles hasta el puerto, donde son provocados por los mozos hasta que caen al agua.
Un espectáculo maravillosamente bárbaro y deliciosamente salvaje, digno de la Europa moderna y avanzada del siglo XXI.
Mientras bajo por las escaleras, recuerdo una de las normas del festejo: "está prohibido maltratar a las reses". Paradójico, ¿verdad? Si se siguiera esta norma (ver la foto que acompaña estas líneas), el propio festejo no se celebraría.

La gente se agolpa tras las protecciones metálicas que marcan el recorrido. Mayores, menores, mascotas... nadie quiere perderse el espectáculo.
Los balcones de las casas presentan un aspecto menos abarrotado; calculando a ojo, la mitad tienen público, la mitad, no. ¿Será por la crisis, que impide que se alquilen todos los pisos, o será que existe gente a la que este tipo de espectáculos no le atrae lo más mínimo?
¿Hay esperanza para el género humano? ¿Y para el animal?
De pronto, un petardo más estruendoso que los demás interrumpe el hilo de mis pensamientos.
"Allá van", dice un señor mayor que está a mi lado.
Aún no hay rastro de los toros pero, inconscientemente, la gente que se agolpa tras las protecciones se aprieta todavía más.
El morbo de la muerte, la segura del animal, la posible de los participantes, es lo que hace que nos acerquemos al máximo.
Ojalá nos salpique la sangre, eso sería la leche.

Los mozos esperan en calma tensa; algunas palabras sueltas, sonrisas nerviosas, palmadas en hombros y espaldas. Las muestras de ánimo, en sintonía con la situación, también se simplifican.
A lo lejos se intuye cierto movimiento: algunos mozos inician el trote hacia el aparcamiento del puerto.
"Ya vienen", murmura el mismo señor de antes. No se le va una al colega, menos mal que le tengo al lado.
El run-run del público se hace cada vez más evidente; antes que el propio peligro llega la ansiedad, que siempre lo exagera todo. Se espera un toro más grande, más violento, más sanguinario. La atmósfera se llena de esa mezcla de deseo, miedo, esperanza y sed de sangre: el olor de la prehistoria, la esencia del primitivismo.

Seis vaquillas y cuatro cabestros forman el grupo de animales.
Las bestias van a su alrededor, encabezadas por el vaquero, que azuza a los animales con un palo.
El grupo llega al aparcamiento y allí se disgrega.
Dos vaquillas se apartan y, mientras el resto continúa hacia el puerto, éstas se quedan aquí, asustadas por verse acorraladas y desorientadas por el estruendo y la algarabía.


Por la megafonía suena el waka waka de Shakira, justo cuando dice que "esto es África"; no puedo evitar sonreír con toda la amargura del mundo.
Minutos después, las dos vaquillas descarriadas fueron conducidas también hacia el puerto, terminando el espectáculo, al menos en la zona en la que me encontraba yo.
Cuando nos retirábamos, un niño de unos 7 años le decía a su padre, con cierta decepción en la voz, "pues no han cogido a nadie", a lo que el padre, rápidamente, contestó "menos mal, hijo, menos mal".

Sin embargo, en ese breve intercambio de frases entre padre e hijo estaba la clave de todo; la posibilidad, aunque remota, de ver morir a un ser humano es morbosa.
Por eso acude la gente a ver estos espectáculos.
La tradición se construye alrededor del morbo. La civilización, en cambio, transforma la tradición en modernidad.
Pero claro, para eso hace falta estar en una zona del planeta medianamente civilizada y recordemos que esto es imposible, como sabia y oportunamente nos recordaba Shakira, porque esto es África, en el sentido más peyorativo del término.

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