23 de enero de 2011

La ansiosa del semáforo

Estabas a mi lado, esperando a que el semáforo cambiara de color para poder continuar tu camino, brevemente interrumpido por el flujo de coches.
Mirabas con nerviosismo, como todos los habitantes de esta espídica ciudad (Sabina dixit), hacia tu izquierda primero, y luego hacia el semáforo, buscando un hueco entre los coches para poder ganarle medio segundo a la vida; lo que es el ritmo de la ciudad, oye.
Podemos aguantar estoicamente una lista de espera en un centro sanitario público provocado por la gestión ultraliberal de los gobernantes, pero no somos capaces de esperar a que cambien las luces de un semáforo.

Cuando tus ojos volvían del semáforo camino de la calle por la que seguían bajando los coches, se detuvieron brevemente en los míos.
Supongo que debiste haber sido guapa hace unas horas, tal vez unos días, quizá unas semanas.
Sin embargo, tu expresión era tan ansiosa que endurecía todos tus rasgos.
Consecuencia de la vida en la ciudad, tal vez.
No tengo tiempo para establecer relaciones personales, por lo que levanto una muralla infranqueable cuando "no es el momento".
Me reservo para un bar, una discoteca, la sala del café en el trabajo o, lo que es peor y mucho más habitual, el portátil y el chat de Terra.

Ah, que tú eres de las que piensan que para conocer a la persona perfecta es necesaria cierta premeditación.
Y seguro que también me dirás que la perfección no existe.
Dos cosas: 1ª) la perfección existe, lo único que hay que determinar es cuánto dura; a veces, toda la vida, a veces, sólo cinco minutos, y 2ª) el momento puede ser cualquiera.

Rápida y bruscamente, porque no tienes tiempo que perder, aunque tampoco sepas muy bien qué hacer con el excedente, "tus ojos se van de mis ojos", como escribía Miguel Hernández.
El semáforo pasa de verde a ámbar y tu zapato inquieto se aventura en el aire, iniciando un paso liberador.
Un cambio de color más y el rojo detiene a los coches y acelera tu pulso y tu andar.
Adiós, muchacha que, si la prisa no la hubiera alterado el gesto de manera permanente, tal vez hubiera contribuido con algo de amor a que esta ciudad fuera menos espídica y un poquito más humana.

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