4 de enero de 2011

Dependientes de librería

Me encantan casi todos los dependientes de librerías.
Suelen ser tipos curiosos, en el sentido de la peculiaridad y en el sentido de la inquietud, amantes de los libros de casi cualquier tipo, fieles como el amor adolescente a determinados autores y deseosos de compartir su sabiduría y aficiones con cualquiera que les consulte con un mínimo de educación e interés.
No me hubiera importado en absoluto trabajar en una librería, rodeado de páginas y páginas maravillosamente decoradas con tinta algunas, horriblemente ensuciadas con letras otras, con esa fragancia cautivadora que desprenden los libros que van acumulando el polvo con el correr del tiempo.
Lamento la pedantería, pero es lo que siento.

Sin embargo, se me ponen los pelos como escarpias y se me retuercen los higadillos del lado derecho cuando camino por una librería y escucho a según qué dependientes argentinos, de los que para dar las buenas tardes elaboran un soliloquio interminable con referencias a todas las obras supuestamente vanguardistas de los últimos 50 años.
Me agotan, no lo puedo remediar.
Admiro la educación y cultura que tienen muchos de ellos, pero cuando la expresan de manera desmesurada me resultan tan pedantes que me dan ganas de perfumarles con unas gotas de esencia de choni para intentar alcanzar el deseable término medio.

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