4 de agosto de 2010

Elena 112

Durante unos meses ocupó un puesto en la agenda de contactos de mi teléfono móvil.
Elena 112, se llamaba.
Es posible que fuera Sandra, Lara, Cristina o Alicia, no lo recuerdo con exactitud porque sucedió hace mucho tiempo en una galaxia que me parece tan lejana hoy como cercana entonces, pero me apostaría la media neurona que me queda por Elena 112.
Aclarado el tema del nombre de nuestra protagonista, podemos pasar al asunto de su apellido.

Obviamente, 112 no era su apellido real.
La muchacha no era un organismo cibernético (ni mucho menos) y a mí no me va eso de soñar con ovejas eléctricas.
La explicación es mucho más sencilla.
El 112 es el teléfono de emergencias.
Y eso es lo que era esta chica para mí (y yo para ella, ojo), un teléfono al que acudir en momentos de soledad y necesidad de calor humano.
Un teléfono al que poder llamar y preguntar, de una manera sana y natural, "oye, ¿te apetece que quedemos y echemos un polvo si se tercia?"
Lógicamente, la situación de ambos nos permitía mantener ese tipo de relación.
Los dos estábamos solteros y no teníamos compromisos de ningún tipo.
Ambos teníamos claro que nuestra relación se basaba en lo que se basaba y ni nos pedíamos nada más que lo que nos dábamos, ni pensábamos que pudiera evolucionar a algo diferente.
Era sexo, nada más.
Puro, esporádico, sano y vacío sexo.

Nuestra relación se terminó una madrugada que estaba a punto de convertirse en día, nuestro momento habitual de contacto, cuando busqué su número y lo marqué, después de varios meses sin hacerlo.
En lugar de escuchar el sonido de su voz amortiguada por la música del garito en el que se encontraba, como era lo habitual, respondió una voz soñolienta que masculló un lastimero "¿sí?".
Me sentí incomprensiblemente celoso, embriagadamente desilusionado e interiormente aliviado.
Recuperado de la sorpresa inicial, musité un "perdón, me he equivocado".
Colgué, borré el teléfono de Elena 112 de mi agenda de contactos y nunca más se supo.

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