29 de abril de 2008

Sucedió en un ascensor

La historia que nos reúne hoy aquí sucedió hace muchos años en una galaxia muy muy lejana y, por supuesto, le sucedió a un amigo de un amigo mío, probablemente el mismo que iba en un avión que sufrió averías eléctricas en pleno vuelo debido a la presencia de un OVNI, el mismo que recoge cada fin de semana a la chica de la curva, el mismo que encuentra restos de roedores en las hamburguesas de los locales de comida rápida, el mismo que afirma que echó un polvo con Sharon Stone cuando vino a España a presentar Instinto Básico y el mismo que limpia las latas de refresco con escrupulosa meticulosidad porque las ratas (las que luego terminan siendo carne picada) orinan en ellas.
O sea, el protagonista habitual de este tipo de historias.

El muchacho en cuestión trabajaba por aquel entonces en una empresa que poseía un edificio muy alto y muy inteligente, de los que se dedican a criar pollitos en invierno y pingüinos en verano, con un solo ascensor para las más de 1.000 personas que se dejaban la vida allí a cambio de veinte mil cochinos duros al mes.
Es que en ese edificio sólo estaban los curritos, por eso sale la media del sueldo paupérrimo.
Los jefes "trabajaban" en el mundo de los jefes, donde el climatizador se regula manualmente habitación por habitación.

Todos los días, cuando abandonaba el edificio, nuestro muchacho coincidía en el ascensor con una muchacha que trabajaba un par de plantas más abajo. Miraditas, sonrisitas y el consabido "últimamente parece que hace fresco", pero poco más. Porque sí, queridos míos, aunque estemos a 20 bajo cero, en las conversaciones de ascensor, siempre "parece que hace fresco".
Eran las fechas en las que se acercaba la sempiterna fiesta de empresa y nuestro protagonista, que se había documentado exhaustivamente, había decidido que ya estaba bien de tanta gilipollez, que de los cobardes se había escrito poco y todo malo y que se iba a acercar a la chavala, que también estaba soltera (ése fue el fruto del trabajo de documentación), para decirle "ojos verdes tienes".
Y que saliera el sol por Antequera.

Sumido en esas cavilaciones estaba cuando llegó el ascensor. Al entrar en él para regresar al calor del hogar y al cariño eterno de la play, nuestro protagonista arrugó la nariz con desagrado. Algún hijoputa se había tirado un pedo horrendo, de los que deberían ser considerados arma química.
Aguantando la respiración como pudo, marcó el botón de la planta baja.
Un par de plantas después, como todos los días, el ascensor abrió las puertas y la muchacha, la quimérica Julieta de nuestro apestado Romeo, entró en esa pequeña cámara de gas.
Las habituales sonrisas y miradas se transformaron en una mueca de asco.
Por supuesto, no hubo fiesta, ni "ojos verdes tienes", ni vacaciones románticas en Benidorm, ni sesiones interminables de sexo al atardecer, ni la madre que los parió a todos ellos.
Cuando un pedo entra en la vida de la pareja, la magia se desvanece.
Sobre todo cuando el pedo no es propio y la pareja aún está en periodo de gestación.

No hay comentarios: