17 de octubre de 2007

Un viaje en Metro


Un pitido, unas puertas que se abren, vidas que se cruzan entre codazos y empujones, prisas y malas miradas, carreras para intentar subirse al tren que nos lleva a casa o al trabajo, da igual, la diferencia sólo está en el sentido de la marcha.

Vendedores de periódicos, supuestos refugiados de países democráticos del Este (la incongruencia de la picaresca), artistas de diferente talento y la dosis habitual de yonkis, alcohólicos o, simplemente, gente que lo está pasando mal de manera puntual porque sí, a veces pasa, que esta vida es muy puta, cruzan sus espacios y sus tiempos, que no sus vidas, con los otros, los supuestos individuos alfa, los que, trajeados o no, se dirigen al trabajo, a casa, a engañar a la parienta o a jugar unos cartones en el bingo.

Nadie diría que el de la corbata o la del traje de chaqueta son igual de yonkis o alcohólicos que los que lo dicen en voz alta en mitad del vagón pero, así son las cosas en esta sociedad lamentable en la que vivimos, si aparentas ser una cosa, los demás piensan que lo eres. Y lo peor de todo es que, al final, terminas creyéndote tu propia mentira.

Con nuestros auriculares en las orejas o nuestros ojos fijos en cualquier cosa que caiga en nuestras manos para leer, ya sea un prospecto de una medicina o la última novela de Javier Marías, intentamos pasar de puntillas por ese espacio en el que nos cruzamos con otros seres humanos, ajenos a sus miserias o alegrías porque, en el fondo nos han educado así, bastante tenemos con las propias.

Agachamos la cabeza, apretamos los dientes, empujamos y sacamos el codo, nos volvemos cabreados si alguien choca con nosotros y, al ver que se trata de un invidente, si nos queda algo de humanidad en nuestro interior, nos podremos sorprender reflexionando sobre el incidente pasadas unas horas.

Y mientras tanto, sentado en el vagón, uno se pregunta hacia dónde va. Y peor aún. ¿Hacia dónde vamos todos?

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