30 de abril de 2012

Pequeñas pérdidas

La falta de memoria es horrorosa; no me refiero a la pérdida absoluta de memoria, que tiene que ser demoledora, sino a las pequeñas pérdidas, a las que ya se refería Concha Velasco en un anuncio de compresas para la incontinencia, de esos que te marcan para toda la vida, como aquél que grabó El Plantillas hace tantos años.
Volviendo a las pequeñas pérdidas de memoria y dejando de lado la publicidad, aunque sólo sea por esta vez, he de decir que, en mi caso, la memoria me funciona como un reloj suizo. Durante media hora, eso sí, pero como un reloj suizo.
El problema es el horario de ese reloj suizo; se pone en funcionamiento justo cuando entro en el cuatro de baño por la mañana, a eso de las seis y media, desconectándose en cuanto salgo de la ducha, treinta minutos después.

En ese breve periodo de tiempo me organizo todo el día, repasando todas las tareas que tengo pendientes: mandarle un e-mail a Mengano, que hace un par de semanas que no sé nada de él, revisar la nómina del último mes y comprobar que no me hayan descontado más de la cuenta por ejercer mi derecho a la huelga, hablar por teléfono con Zutano, llamar al banco y acordarme de su anciana madre, la que sigue haciendo la calle, buscar la referencia catastral del piso donde estamos alquilados para incluirlo en la declaración de la renta, comprar comida para los gatos... Una maravilla, oye, en treinta minutos ordeno todas cosas que tengo en la cabeza y, no sólo eso, sino que, además, desarrollo ideas para proyectos futuros: un programa de radio por aquí, un guión por allá, un libro en medio... ¡Me lo quitan de las manos, oiga!
Mi cabeza bulle de actividad; va de una cosa a otra, pa-pa-pa, como si fuera un videoclip de chunda satánico (de ése que ni cantan); estoy en vuelta rápida, pido pista, despego, nothing's gonna stop me, cosa mala, tronco.
Eso sí, es salir del baño y se acaba la magia. Prometo acordarme de todas las cosas que tengo que hacer mientras me voy vistiendo; cuando me ato los cordones de las zapatillas apenas recuerdo dónde dejé el coche la tarde anterior. Hoy, como casi todos los días, me toca bailar la yenka cuando salga del portal.

Pequeñas pérdidas, centrémonos de nuevo.
Si tengo suerte, a última hora del día recordaré un par de las cosas que tuve en mente bajo la ducha; las apuntaré en el teléfono móvil y crearé una alerta para que me avise.
¡Maldita tecnología! ¿No tenéis la sensación de que ya no ejercitamos el cerebro como antes? ¿No podría ser éste el motivo de estas pequeñas pérdidas de memoria?
De todos modos, que sepáis que este debate no es nuevo, pues ya los clásicos griegos, cuando se empezó a desarrollar la escritura, denunciaban que ese invento (maldito también, por supuesto) iba a ir en detrimento de la capacidad de memorización de las personas. La merma de nuestras habilidades iba a ser fatal para el desarrollo intelectual de la especie humana; hubo la consabida rasgadura de vestimentas, tirones de pelo, dónde vamos a llegar, esto en mis tiempos no pasaba y bla, bla, bla.
¿Es esto, entonces, en lo que nos convertimos cuando nos hacemos mayores, en puretas que desconfían de todo lo nuevo? ¿Son de confianza e ilusión las pequeñas pérdidas, o son sólo de memoria?
Y, lo más preocupante, ¿son inevitables?

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