Me despierto a las seis de la mañana.
En la ducha me organizo mentalmente el día para que no se me quede un sólo minuto sin aprovechar.
Trabajo y, luego, voy a la universidad.
En los ratos libres que me quedan mientras trabajo, leo la prensa y después, procuro buscar la información real y completa sobre los temas que más me interesan o sobre los que más mentiras nos cuentan.
También intento mantener este blog.
Leo libros (casi de cualquier tipo) en el transporte público. A veces, también escucho música.
Cuando llego a casa, cuido lo más importante de mi vida: mi relación con mi novia.
Nos contamos el día y nos indignamos, unos días más, unos días menos.
Lloramos y reímos, más lo segundo que lo primero; compartimos la vida y la manera de verla, qué más se puede decir.
Sacamos adelante nuestra casita, cocinando, haciendo la compra, fregando, lavando, limpiando y planchando.
Estudiamos los días que la cabeza nos lo permite hasta donde las energías nos llegan.
Hacemos el amor cuando la vida nos lo permite, mucho menos de lo que quisiéramos, pero mucho más de lo que nuestros agotados cuerpos quisieran.
Los fines de semana vamos a ver exposiciones, asistimos a conciertos, comemos con familiares y/o amigos, viajamos, vemos películas en casa, descansamos, paseamos, disfrutamos el uno del otro o, simplemente, no hacemos nada, que también es muy necesario.
Y pese a todo este frenesí, no hay día que me acueste con la sensación de que si tuviera 4 horas más, me seguirían quedando cosas por hacer.
Necesitaríamos una expansión del programa Vida.
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