Llevo más de diez años escuchando a mi madre y mi hermana preguntarme por qué no terminaba la carrera.
Que si sólo es un empujoncito más, que si ya casi lo tienes, que si es un último esfuerzo, que si hazlo por nosotras, que si blablablá.
Son de la vieja escuela, de las que creen firmemente en eso de que más se consigue por pesado que por guapo.
Les da igual que les digas que haces las cosas por no oírlas; ellas lo que quieren es que las hagas, no importa cuál sea tu motivación.
Ayer, mientras comía con ellas, cuando llevo casi dos años desde mi vuelta al cole, me dijeron que ya no tengo edad de estudiar y que ya se me había pasado el arroz (ellas son mucho de respetar los tiempos del arroz).
Que me tendría que centrar en trabajar y en progresar en el curro (es que también son muy de centrarse y progresar).
Al tener en perspectiva la compra de una casa, es lo suyo.
Además, a mí estudiar nunca me ha gustado y se me ve muy cansado porque me desmotivo con mucha facilidad.
Vamos, que no voy a terminar la carrera ni de coña y que eso de estudiar pasados los treinta es una excentricidad (por no decir gilipollez) de la que debo prescindir.
Mientras escuchaba toda esta sarta de gilipolleces (porque yo las quiero mucho, pero cuando se ponen a soltar por esas boquitas, sube el precio del pan), y procuraba dar argumentos razonados y razonables (que es como predicar en el desierto), intentando no alterarme (cosa prácticamente imposible porque son ya muchos años) no podía evitar acordarme de lo que le pasa a la gata Flora.
Si se la metes, chilla y si se la sacas, llora.
Tal cual, oye.
No hay comentarios:
Publicar un comentario