Ayer estuvimos, como todos los años por estas fechas, en la entrañable y anacrónica Feria del Libro de Madrid, reducto donde los lectores cruzamos miradas con los autores, agradeciendo los buenos ratos pasados con sus obras.
Pese a ser fiel a esta cita anual desde hace más de veinte años, nunca me había acercado a una caseta a conseguir la firma de un autor.
Tal vez por pudor, tal vez porque no suelo consumir literatura contemporánea en castellano, tal vez por no haber encontrado el momento y autor oportuno.
El caso es que ayer, mientras caminábamos entre las casetas, esquivando los codos y los bolsos del resto de paseantes, vi el cartel que anunciaba a Javier Marías, y supe que el autor era él y el momento era allí y ahora.
Andaba detrás de Mañana en la batalla piensa en mí desde hace algún tiempo y, dado que suelo frecuentar librerías de barrio en vez de grandes superficies (a las que sólo voy a mirar), el libro estaba siempre agotado y aún lo tenía en mi lista de libros pendientes de comprar.
Me armé de valor y compré el libro.
Acto seguido, mientras notaba cómo me temblaba todo por dentro, como si de una quinceañera ante un Backstreet Boy se tratara, le tendí la novela y dije "Señor Marías, si es usted tan amable..."
Y lo fue y me dedicó el libro.
E intercambiamos unas palabras.
Y recuerdo las suyas pero apenas recuerdo las mías.
Supongo que es lo que les sucede a las grupis quinceañeras cuando sollozan ante las cámaras después de haber besuqueado a sus ídolos.
Mejor dicho, lo que NOS sucede a las grupis quinceañeras.
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