Volvíamos en autobús el chavalín que protagoniza la historia y servidora, después de haber jugado al balonmano (actividad que ahora en la universidad te da créditos y que comentaré otro día) cuando no sé bien cómo, empezamos a hablar de batallitas de viernes noche.
Bueno, miento, sí sé bien cómo llegamos a eso.
El chavalín tiene 20 añitos así que a duras penas puede mantener una conversación en la que la palabra teta o culo no aparezcan en, como mínimo, el 90% de las frases y unas 70 u 80 veces por minuto.
Y sigo matizando.
Cuando digo que empezamos a hablar de batallitas, quiero decir que empezó a hablar de batallitas.
De sus batallitas.
Las mías pertenecen a la Prehistoria y ya han prescrito todas.
Matices aparte, el chaval estaba contando una historia sin ningún interés para mí cuando de pronto, dijo algo que me hizo levantar las orejitas.
Algo sobre que a las maduritas les gustaban los jovencitos frikis como él.
No sé si conseguí aguantarme la risa pero, haciendo un esfuerzo sobrehumano, pregunté qué era lo que entendía él por madurita.
Al instante me arrepentí, claro.
Resulta que para este chaval, una madurita es una tía de 25 años.
Una niñata de 25 años, para entendernos.
Lo de niñata lo he añadido yo, claro.
Me pasó por la cabeza la idea de preguntar qué narices era yo entonces pero he decidido no abrir la boca.
Debo ser una especie de celacanto para él.
Yo que pensaba que seguía siendo joven y rebelde y resulta que soy una mala imitación de Keith Richards.
Hay que joderse.
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