14 de abril de 2010

El coche de bomberos

Se apoyó en el tronco del árbol, arrancando distraídamente algunos trozos de la corteza con unos dedos ligeramente temblorosos.
Miró hacia abajo.
La puntera de un zapato, desgastada y desafiante, asomaba por los bajos del pantalón, rascando la tierra de alrededor del árbol.
En la mano derecha llevaba un camión de bomberos de juguete, de color rojo, como debe ser, con sus sirenas de colores, su escalera desplegable en la parte superior y su manguera recogida en un lateral.
"La hostia de camión", pensó.

No perdía de vista la puerta del colegio.
Niños y abuelos salían de la mano.
Pocas madres, casi ningún padre acompañándolas y, por supuesto, ningún padre solo.
Probablemente él fuera el único padre solo que estuviera esperando a su hijo.
Aunque, por otro lado, su hijo no lo esperaba a él.
"Va a ser una sorpresa cojonuda", se dijo.

De repente, un niño flacucho, con el pelo rubio despeinado y una mochila bamboleándose a su espalda, salió disparado hacia la calle, esquivando a los otros niños que estaban ahí detenidos.
Iba riendo mientras corría, mirando de vez en cuando hacia atrás.
La punta del zapato dejó de rascar la tierra.
Los dedos detuvieron la exfoliación de la corteza del árbol.
El tiempo no sólo se detuvo, sino que retrocedió más de 30 años, cuando él mismo salía corriendo y riendo del colegio, con ese mismo andar despreocupado y ese mismo pelo rubio sin domar, mucho antes de que los años pasados en el talego, caminando arriba y abajo por el patio de arena, le metieran el nervio en el cuerpo y se llevaran su sonrisa de vuelta al País de Nunca Jamás.

El niño se detuvo cuando su abuelo le llamó.
El padre de la madre del niño, "el jodido cabrón, quién si no", pensó.
El mismo que había decidido, junto con ella, que él no iba a tener nada que ver con el chaval.
Normal.
Él sólo era una anécdota en la vida de la pija, una noche loca con un macarra recién salido del talego al que había conocido en un tugurio de mala muerte.
Los gustos bajos de las clases altas, que se dice.

Cuando se supo que la niña había quedado preñada llegaron los sobornos y, posteriormente, las amenazas.
No hizo caso ni de los unos ni de las otras, porque pensaba que lo que ella sentía por él era de verdad.
Igual de ingenuo que la primera vez que le trincaron después de haberse bajado al moro.
Hay cosas que nunca cambian y el que nace gilipollas, gilipollas se muere.

Después se la cruzó un niñato conduciendo un bemeuve y los sentimientos se le fueron al carajo.
Coincidió con una sentencia que le mandó otra vez al talego.
4 años y diez meses después, el chaval salía del colegio y él estaba allí con un coche de bomberos que era la hostia que acababa de mangar de El Corte Inglés.
Tal vez ellos tuvieran razón.
Tal vez fuese lo mejor para el chaval.
Contempló el coche de bomberos con lágrimas en los ojos.
Ya no le temblaba el alma.
Puta vida.

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