Entro en el vagón y veo un sitio vacío, en el que me desplomo antes de que una señora armada con un bolso del tamaño de Arkansas inicie la espiral de ataque hacia el asiento a modo de halcón peregrino urbano.
Mientras arrastro mi maltrecha humanidad hacia mi destino, ese trozo de plástico que no hubiera podido ser más incómodo ni habiéndolo diseñado un faquir profesional, ese asiento, lugar en el que bien podría esperar tranquilamente una muerte, si no digna, al menos descansada cosa que, después de haber abierto el ojo a las seis de la madrugada, es lo mínimo que merezco.
A duras penas coloco un pie delante del otro y observo con el rabillo del ojo a la que será mi compañera de viaje durante las próximas seis estaciones y dieciocho paradas inesperadas en mitad de los túneles, traducido en tiempo, unas tres horas y veinte si hay suerte.
Las cosas de este Metro que dicen que vuela.
Una muchacha, decía, de unos veintitantos, con ese peinado tan, no sé bien cómo llamarlo, digamos, medido hasta el milímetro, tapando un ojo, bueno donde debería estar el ojo, dado que la chavala usa gafas de sol, sí, sí, gafas de sol en el Metro, qué pasa, ella lo vale, guas, guas, uy, no, el pelo no lo menea, que se le descoloca, y no ha estado tres horas delante del espejo para que adquiriera un aspecto como de recién amanecida, para ahora cagal-la.
Pues no, oye, ella no.
Imagino la mirada de mi prima, oculta tras esas gafas de sol robadas a Stallone en Cobra, esa mirada glacial y despectiva que ya he visto tantas veces en las veinteañeras de medio mundo, esa mirada que dice "olvídame, no podrías pagar mis múltiples y variados vicios".
Y allá va ella, camino de vaya usted a saber qué sitio, vestida para matar un miércoles a las seis de la tarde, con sus uñas pintadas de rosa que manejan con extrema delicadeza un i-pod del mismo color fucsia, que descansa en un bolso marca Chanel por supuesto de color flamenco porque, oye, si nos ponemos en plan Barbi, que se note el poderío y el estilazo en lo conjuntá que va una, oyes, ni sacada del catálogo primavera-verano del Lidl de Fuenla.
Y yo, que tengo el párpado agotado de tanta gilipollez, miro a mi prima y no puedo evitar descojonarme.
Y ella me mira con cara de sorpresa e incredulidad, como diciendo "¿de qué se ríe este gilipollas?"
Pues de ti, hija, me río de ti.
De ti y de la cantidad de mierda que tienes en tu pobre cabecita peinada de esa manera tan informal.
Me río de ti y de todos los demás que son como tú.
Eso sí, me río por no llorar.
Porque cada vez son más.
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