Por si alguien no lo sabe, la principal causa de muerte en las piscinas municipales son las abuelas que nadan.
Ellas van a su aire, con su bañador con flores estampadas y su aspecto de mega-croqueta postapocalíptica, de charleta con su coleguita coetánea, ocupando la calle entera y largando remazos a diestro y siniestro, en plan Jackie Chan.
Porque sí, queridos míos, las abuelas, independientemente del medio en el que se encuentren, sea aire, agua o mercurio al rojo vivo, van en pareja y tapando todos los huecos posibles para quien ose adelantarlas, a lo Valentino Rossi.
Tú, que vas tranquilamente a lo tuyo, nadando un poquito de espaldas, notas cómo un golpe digno de Bud Spencer te alcanza en la boca del estómago.
Cuando, sin aliento y tragando tanta agua que pareces uno de los tritones de la Fontana di Trevi, te incorporas para hacer frente a la amenaza invisible y floreada, la acompañante que, no olvidemos, circula en paralelo a la croqueta alfa, te atiza en toda la jeta una hostia con la mano abierta que te deja boqueando y pidiendo la hora, igual que un delfín en la cubierta de un atunero japonés.
Eso sí, como se te ocurra recriminarles su actitud, te mirarán despectivamente y argüirán que nadar es muy bueno para la artrosis, que se lo ha dicho el médico.
Y cuando tú, por tu parte, arguyas que si ha sido el médico el que les obliga a dejar de lado la educación cuando naden y añadas, porque te toca la moral, qué tendrán que ver los cojones para comer trigo, ellas te mirarán meneando la cabeza murmurando su frase favorita, "ay, esta juventud".
Pues señora mía, esta juventud, y me halaga que me sigan considerando dentro de ella, pese a que tenga canas hasta en el peluquín, esta juventud jamás será tan egoísta como esta senectud.
Porque el egoísmo, al igual que las narices, los lóbulos de las orejas y los pelos en ellas, crece de manera sorprendente con el paso de los años.
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