21 de junio de 2009

Cuando quise ser

Cuando quise ser músico, lo único que conseguí tocar fue mi pie izquierdo, desafinado y a destiempo, una tarde soleada de domingo como la que describían The Kinks.
Intenté componer la sinfonía de mi vida pero, después de dos o tres intentos, dejé la partitura abandonada.
Entoné el himno a la rebeldía pero, cuando me presté verdadera atención, lo único que escuché fueron los berridos de un borracho en un karaoke con agujeros de bala en la puerta.
Dudé entre el clavicordio y la mandolina pero, cuando el trombón se cruzó en mi vida, descubrí que en vez de oído tenía oreja y decidí hacerme escritor.

Cuando quise ser escritor, antes de empezar a pensar en escribir, delante del espejo del cuarto de baño ensayé el discurso de agradecimiento por mi tercer (¿o era el cuarto?) Premio Nobel de Literatura.
Me dí cuenta de que era capaz de hacer una O con un canuto y no quise aprender más vocales, por eso mi primer libro, Lo Hostoroo Ontormonoblo, fue un rotundo fracaso y lo tuve que abandonar.
Antes que ser escritor, quise ser un genio, y antes que eso, un rebelde incomprendido, lo que me llevó muy lejos de la Tierra, al país de Tontomás con el billete que sólo les dan a los muy gilipollas: uno no retornable.
Después de una travesía interminable por el desierto de la soberbia, creo haber retornado a mi planeta de origen donde, con mucho esfuerzo, coloqué todos mis inexistentes premios en la estantería de este blog, desde donde, cada día (aunque no escriba), sigo esta terapia afortunadamente solitaria.

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