20 de septiembre de 2008

Estírate, chaval

Como el único deporte que hago son los 30 metros vallas para coger el Metro y trabajo (bueno, digamos que estoy, porque trabajar, trabajar, más bien poco) 8 horas desmadejado ante un ordenador, tengo la espalda llenita de contracturas.
Fui al fisio con la esperanza de que me tumbara en una camilla y, mientras yo babeaba como Homer en el sofá, me diera una paliza, colocando y descolocando, para salir de allí con la espalda como el culito de un bebé.

Pero como casi siempre suele suceder, mi gozo cayó en un pozo.
La fisio me toco la espalda en plan ninja, apretando con dos dedos mientras yo me retorcía como una almeja al sentir el limón y, cuando ya empezaba a notar la babilla de placer que resbalaba por mis labios, retiró la mano y me dijo que lo que tenía que hacer era estirarme, igual que los camareros cuando te has tomado cuatro cubatas seguidos.

Abatido, abandoné la consulta de la fisio.
Yo, que imaginaba mis tardes llenas de masajes, velitas y música del Tibet, como las tardes de la gente guapa y simpática que sale en las revistas, me veo como los osos de los documentales, restregando la espalda en los árboles del barrio para marcar el territorio.
El mundo sigue siendo injusto y yo soy un millonario excéntrico atrapado en el cuerpo de un pobre.

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