6 de junio de 2008

Un tranvía llamado deseo

Mi mano buscó desesperada el asidero del vagón.
Me aferré a él como si de ello dependiera mi vida. Quitémosle el "como" a esta frase porque cualquiera que haya viajado en el Metro en hora punta, sabe que su vida REALMENTE depende de lo fuerte que uno se agarre al asidero.


De repente, siento una caricia en uno de mis dedos.
Leve, tímida, casi un suspiro.
Busco con la mirada a la persona propietaria de esa mano que, insinuante, vuelve a acariciarme.
"Bueno", me digo, intentando refrenar mis ansias de pasar por el altar vestido de blanco, "no nos flipemos, que lo mismo sólo intenta agarrarse mejor al asidero".
El brazo acariciador se pierde entre una amalgama de mochilas, abrigos y seres humanos enlatados.


Llegando a una de las múltiples curvas del recorrido (ríete del Sacacorchos de Laguna Seca), otra vez el dedo recorre el dorso de mi mano.
Sin duda, esto es el principio de algo hermoso.
Dejo volar mi imaginación y me veo en un altar desmontable, con las esquinas sujetas por tornillos Grönholm y alguna que otra alcayata Palmyra, a las afueras de Las Vegas, yo vestido de Rita Hayworth en Los Bingueros, mi pareja desconocida recreando al inmortal Peret en Cantando bajo la lluvia.
O lo más parecido posible, que me conozco y cuando se me acelera el corazón se me descolocan los iconos cinematográficos.


De momento, todo es ficticio, porque mi pareja sólo es una mano.
Fíjate, igual que cuando tenía 14 años... mi pareja también era mi mano.
Pero no dejo que la realidad me haga despertar.
Una mano que acaricia de esa manera sólo puede pertenecer a...
¡Dios!
¡El vagón empieza a vaciarse!
No puedo con la vida de los nervios que tengo.

Una mochila abandona el vagón.
Detrás, una pierna se olvida un zapato en el suelo del tren.
¿Por qué bajáis tan lentamente, cabrones?
El auricular de un mp3 queda atrapado entre medias de un periódico gratuito y un bolso con forma de oso.
No puede ser, la tensión me va a matar.

Finalmente, cuando creo que nunca jamás va a llegar ese momento, veo que la mano que me acariciaba empieza a pertenecer a un brazo, un brazo ligeramente más musculado y velludo de lo que me suelen gustar en las mujeres pero, bueno, no pasa nada.
Al brazo le siguen unos hombros bronceados hasta donde la camiseta de tirantes permite.
Por la parte delantera de la misma se adivinan unos pelos rizados que, saliendo del pecho, intentan lograr la libertad.
Normalmente las mujeres me suelen gustar un poco más femeninas pero bueno, hay que seguir confiando en el destino.
Si nos ha unido, será por algo.

La barbilla de mi pareja me apuntaba oculta detrás de una barba a lo Bin Laden.
Resignado, agaché la cabeza.
Y entonces vi unos calcetines de color blanco con unas franjas rojas y azules que se erguían desde unas converse all-star de color verde y dije, mira no, yo con calcetín blanco, no.
Porque el resto de las cosas, aunque no fueran muy femeninas, las hubiera podido pasar por alto, pero un calcetín blanco, lo siento mucho, pero no.
Y con esa coquetería que me caracteriza, agite mi espesa melena rapada al uno y me deslicé fuera del vagón donde el deseo estuvo a punto de conducirme a un altar a las afueras de Las Vegas.
Y sí, aunque os parezca extraño, conseguí aguantar las lágrimas.

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