21 de junio de 2008

La señora que gritó a los gatos

En el andén de Príncipe Pío todos los días son el mismo.
Miradas que se pierden en la insondable negrura del túnel, buscando la luz del tren que siempre llega tarde.
Conversaciones con voces roncas, voces que aún siguen en el quinto sueño, entre compañeros de trabajo que se odian o se aman, porque uno nunca sabe, y menos a esas horas.
Cafés que se saborean como si se tratara de agua fresca después de atravesar el desierto.
Libros que acompañan y canciones que atronan en los oídos del que lleva los auriculares y, por cercanía, los de los que se encuentran al lado.

Y gatos y palomas.
Gatos que malviven entre las vías del tren.
Gatos que han perdido la esperanza de que alguien los vuelva a acariciar o, quién sabe, gatos que nunca han conocido la mano del ser humano, por fortuna, tal vez. Porque, en estos casos, es mejor no haber amado nunca que haber amado y haber perdido. Total, tampoco se perdió mucho. Y hablando de falso amor, que se pierda siempre.
Gatos que contemplan con indiferencia a los seres humanos hacinados en el andén, más pendientes de las palomas que anidan entre los huecos de las piedras cercanas a las vías.

Y de repente, algo que se sale de la rutina.
Una paloma que no puede volar bien camina entre las vías.
Uno de los gatos adopta la postura de una pantera en mitad de la sabana africana, acercándose con sumo sigilo.
Antes de que las conversaciones puedan bajar el tono, antes de que los libros se puedan cerrar, antes de que los reproductores de mp3 se puedan apagar, antes de que el penúltimo bostezo nos haga lagrimear, mucho antes de todo eso, el gato-pantera se lanza sobre la paloma, sujetando con su boca una de las alas.

La paloma, resignada, ni se inmuta.
Normal.
A las 7 de la mañana yo también preferiría una muerte rápida.
De pronto, cuando el gato ya pensaba que el trabajo estaba hecho, surge una mujer de entre la multitud de seres humanos que se hacinan en en andén, gritando en árabe vaya usted a saber qué cantidad de improperios, todos ellos dirigidos al gato, por supuesto.
El gato, visiblemente acojonado, soltó a su presa y escondió el rabo, mirando a la señora que seguía gritándole amenazadoramente.

Es curioso cómo el mundo puede cambiar después de un día trágico.
Hasta los gatos se acojonan cuando escuchan gritos en árabe en una estación de cercanías de la RENFE de Madrid.

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