Tengo un compañero de trabajo que es el Doctor Liendre, de todo sabe y de nada entiende.
Tiene una opinión para todo, siempre mejor que la de los demás, por supuesto; sus chistes son los que tienen más gracia; sus comentarios, los más agudos; sus razonamientos, los únicos válidos; su manera de ver las cosas, la correcta; sus experiencias, las más interesantes.
Un pesao, vamos.
Porque es de estos tipos que siempre tiene que decir la última palabra. Se tiene en tan alta estima que nadie más que él es capaz de terminar una conversación.
Es agotador.
Si hablamos del calentamiento global, él tiene algo que decir; si discutimos sobre fútbol, él tiene la única opinión válida; si tratamos de cine, su gusto es el más refinado; si intercambiamos recetas de cocina, las suyas son las más sabrosas; si contamos batallitas de borrachera, las suyas son las más salvajes; si analizamos los presupuestos del estado, sus interpretaciones son las más acertadas; si recomendamos libros, los suyos son los más interesantes.
Y no sólo eso, porque también sabe de temas inventados.
Si habláramos de la cantidad de cabezas humanas que guardamos en la nevera, él sería el que más acumularía; si presumiéramos del número de centímetros de salami que nuestro esfínter anal es capaz de abarcar, él ganaría de calle; si contáramos el número de veces que hemos estado presos en una cárcel turca, él ganaría por goleada; si enumeráramos las toneladas de droga que acumulamos en el salón de casa, él necesitaría inventar más números para contabilizarlas; si recordáramos dónde estábamos cuando Maradona metió su gol más famoso, él confesaría que fue quien le dio el pase.
Él, el Doctor Liendre, el único e inimitable: el que de todo sabe y de nada entiende.
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