
Él, con una cara de buen chaval que no podía con ella, movía los hombros mientras hablaba, el gesto serio también, abriendo ligeramente los brazos y mostrando la palma de las manos, como pretendiendo decir "y yo qué quieres que le haga" o "qué le voy a hacer yo, si soy así de gili".
Inmediatamente me solidaricé con el chaval por un doble motivo.
En primer lugar, por la cara de buena gente que tenía; hay que estar del lado de las buenas personas, siempre.
En segundo lugar, porque yo también me he visto en infinidad de ocasiones en esa misma tesitura, entre la espada y la pared, buscando una explicación a veces inexistente, tratando de justificar lo, a menudo, imposible; entre metepatas nos entendemos de manera casi simbiótica.
El chaval seguía a lo suyo, hablando y hablando, introduciendo una tímida sonrisa en su gesto anteriormente serio.
Ella, mientras tanto, impertérrita, como un juez que ya tiene veredicto y escucha a la defensa por una mera cuestión formal.
"Sigue por ahí, chaval, aprieta con la sonrisa, que es lo único que te puede salvar", pensaba yo, animándole mentalmente.
Y me hizo caso y siguió sonriendo mientras hablaba.
Y sus hombros cada vez se encogían menos y las palmas de las manos ya no se mostraban.
Y los gestos de "chica, lo siento, qué le voy a hacer", daban paso a los "perdóname, que mi intención no era la de hacerte daño".
Y una mano casi temblorosa se aproximó a la mejilla de ella, en un gesto cómplice y pacificador, acompañado de la mejor de las sonrisas de mi alma gemela.
Y entonces, como suele pasar, los jueves, milagro: ella sonrió.
Y yo también sonreí, claro está.
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