13 de julio de 2010

Terrible reflexión desde la playa

Me encanta la playa de San Juan de Alicante, lo reconozco.
Si uno es capaz de asbtraerse de la cantidad de horrores urbanísticos que jalonan la puñetera primera de la playa, puede llegar a imaginarse lo que tuvo que ser aquéllo hace 40 o 50 años, antes de que la urbanización salvaje franquista, en plena fiebre ladrillera, vendiera el litoral mediterráneo a cambio de cuatro cochinas libras esterlinas o doce marcos alemanes igual de cochinos.
Y aunque la reflexión del artículo de hoy no va por ahí, no he podido evitar su mención porque es algo que me verbenera.

Regreso al inicio y retomo desde mi encanto.
En esta época del año, principios de Julio, cuando aún no han llegado todos los veraneantes y se puede encontrar cierta calma, la playa de San Juan me llena todavía más.
Cierto es que, aunque la playa es kilométrica, las posibilidades de que los domingueros buscapersonas amantes del roce que colocan sus toalllas a medio centímetro de la tuya con lo que te comes los juanetes de la abuela quieras o no quieras, existen, como en todas partes en las que hay domingueros (o sea, en España), aunque se ven sensiblemente reducidas por la extensión de arena a nuestra disposición.
Vamos, que si se nos plantan muy cerca siempre podemos emigrar porque nos sigue quedando playa.

De lo que no pudimos escapar fue de una reflexión terrible que nos asaltó al contemplar a la familia que se nos plantó delante una de las mañanas que bajamos a la playa.
Él, prototipo de macarra alicantino en su variante de pelo largo, por mitad de la espalda y peinado tipo mohicano, sacaba cervezas y refrescos de la gigantesca nevera portátil que tenían en su campamento base.
Ella, choni alicantina de pata negra, con bikini blanco, pendientes dorados con forma de aro en los que faltaba el tucán y pelo recogido en una coleta de las que si se soltara la goma, ésta terminaría en órbita.
Tenían dos hijos, que se llamaban Jairo y Shakira (lo juro), que eran igual que sus padres pero en miniatura.

Durante la tarde que siguió a esa mañana terrible estuvimos pensando que, cuando tengamos hijos, los vamos a mandar cada día a la guerra.

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