8 de enero de 2010

Ya no vuelvo mañana

Cuando leí Vuelva usted mañana yo era joven e influenciable, hasta tal punto que, mientras me buscaba sin un Google que me echara un cable, los malos funcionarios de mi organismo se hartaron de repetirme que lo mío no estaba listo y que tendría que regresar al día siguiente.
Años después, menos joven pero indudablemente más influenciable, llevé a cabo una revolución en la administración pública de mi pobre cabecita, recompensé a los buenos funcionarios añadiéndolos a la carpeta de favoritos y seleccioné a todos los malos y, sin un ápice de compasión, pulsé Alt + Supr y me quedé más ancho que largo.
Y esa noche, contrariamente a lo que dicen los libros de Historia, dormí de maravilla.

Soñé despierto los inmortales versos de Calderón, pero nadie me despertó de esa vida y vagué sin rumbo fijo por el océano, haciendo equilibrios aunque siempre con red, perdiendo el norte y el oeste y, cuando ni siquiera yo lo esperaba, encontrando un esbozo de mi mismo en una lonja del sureste de esta espídica ciudad.
Pellizcándome cada día para comprobar que ya no sueño, al menos despierto, sigo leyendo casi todo lo que pasa por mis manos, con la enorme diferencia de que si lo leído tiene una digestión pesada, en vez de rumiarlo reflexionando sobre la insoportable levedad del ser como hacía cuando pensaba que mi estómago era a prueba de bombas, me tomo un sobrecito de Almax o un poquito de sal de frutas y oye, mano de santo.
Y así, ni vuelvo mañana ni repito más de lo necesario.

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