10 de junio de 2009

Talento y humildad

Todo cambió desde aquel viaje en Metro, cercano y lejano a la vez, como tantas otras cosas mucho más importantes que ésta, sin duda.
Hasta ese momento, yo creía en mi talento. Creía tenerlo (no, miento... sabía que lo tenía) y sabía que lo aprovechaba.
Nadie escribía como yo.
Bueno, tal vez hubiera en el mundo unos cuantos aficionados que también tuvieran cierto talento pero, desde luego, muchísimo menor que el mío.
De hecho, todos los libros que se han escrito no los escribí yo porque a otros se les ocurrieron antes que a mí, pero no por falta de talento, que quede claro.
Que a mí de eso no me falta.
Perdón, faltaba.

El caso es que iba yo ensimismado en la lectura de uno de esos libros que, si yo lo hubiera escrito, hubiera resultado muchísimo más entretenido (dónde va a parar) cuando, de repente, todo empezó a cambiar.
Aunque, por supuesto, ni mi talento ni yo nos dimos cuenta en ese momento.
Dos tipos con voces atemporales, como deberían ser las voces de los fantasmas del cuento de Dickens, mantenían una conversación en la que la protagonista era una conocida de ambos, escritora novel de talento desbordante.
O eso creía ella, claro está.

- ... no estoy diciendo que su libro se convierta en algo meramente estético... no es eso y tú lo sabes...
- lo sé...
- ... a lo que me refiero es que la visceralidad aporta mucha frescura y naturalidad, es cierto, pero no puede ser el único motor de una novela. Nos gusten o no, hay ciertos recursos estéticos que son necesarios...
- ... aunque sólo sea como una herramienta narrativa...
- ... exactamente...
- ... si nadie está diciendo que su novela sea mala... lo único que le pasa es que le falta estructura...
- ... y trazado de personajes, y profundidad narrativa...
- ... no se siguen las reglas...
- ... pero las reglas no se siguen de manera involuntaria... es decir, no hay un conocimiento profundo de las mismas que permita utilizarlas o no, aplicando todo el sentido que se derive de ello...
- ... tiene demasiada confianza en su talento... ojo, que no dudo de él...
- ... ni tú ni nadie... pero a ella no le basta...
- ... a nadie le basta...

Y con esa última frase se bajaron del vagón, desapareciendo de mi vida sólo físicamente.
Porque desde el mismo momento en el que dejé de prestar atención a mi libro (seguía en el mismo párrafo que me encontraba cuando subieron al vagón) para concentrarme en su conversación, supe que también hablaban de mí.
Esa falta de humildad, esa soberbia de quien no cree necesarios el estudio y la preparación, porque la propia experiencia ya basta y sobra.
Esa estupidez ególatra propia de los que se creen con más talento que otros, aunque no lo digan en voz alta.
Esa prepotencia de esa escritora novel, que cree que nunca nadie ha escrito nada parecido a lo que ella acaba de parir.
Todos esos defectos, tan suyos como míos.

Desde ese momento, desde ese afortunado viaje en Metro, no escribo ni la décima parte de lo que lo hacía antes.
Me avergüenzan mi atrevimiento y mi soberbia.
Me horroriza mi falta de humildad.
¿Cómo pude estar tan ciego?
Ah, claro.
Era mi propio talento el que me impedía ver nada más.
Mi talento.
Menuda gilipollez.

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