2 de enero de 2008

¡Es la guerra!

Me voy a ese lugar de pecado y decadencia con apellido británico y nombre de herida a intentar buscar algo de inspiración para los Reyes Magos justo después de comer, pensando que así habría poquita gente y podría ver las cosas con calma.
Debe ser que varios millones de personas han tenido la misma idea.
Me muevo entre la multitud como Mel Gibson en Braveheart, echando de menos la pintura azul porque sí, queridos míos, esto es la guerra.
Una muchacha se sujeta el muñón mientras una abuela (son despiadadas e implacables como un velociraptor) intenta que le cobren un frasco de colonia al que va aferrada una mano sanguinolenta.
Un abuelo despistado con cara de "qué coño hago yo aquí con lo bien que estaría jugando al mus con los colegas" es arrastrado por la marea humana. Sin saber cómo, ha terminado sentado en el stand de Helena Rubinstein y ahora le van a someter a una limpieza facial. En sus ojillos asustados se puede ver el terror.
Un niño esquiva las piernas de todos los que se mueven a su alrededor, agitando con aire triunfal el último DVD de la tercera parte de Piratas del Caribe. Un señor con un barbour (ese abrigo verde que huele a culo de camello) le hace un placaje, arrebatándole el trofeo. Su mujer, de las que pide perdón y reza tres rosarios cuando tiene un orgasmo (si es que sabe lo que significa esa palabra inventada por los rojos), sonríe mientras acaricia la cabecita de su hijo. Los pobres lo encuentran, los ricos lo disfrutan. La vida sigue igual.
Por la megafonía nos torturan con las canciones de David Bisbal.
Contemplando el panorama desolador que hay a mi alrededor y esperando que las letras de las canciones del pelopolla no hayan afectado a mi pobrecita neurona, me coloco el casco con manos temblorosas, como Tom Hanks en Salvar al soldado Ryan e inicio la retirada.
Tampoco le tengo tanto aprecio a mi cuñado como para jugarme la vida por una gilipollez.

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